Y yo, señoría, me declaro culpable. Porque todo lo que huela a mi infancia me hace perder la cabeza (y el bolsillo). Me produce una sensación muy reconfortante el recordar los dibujos que veía al volver de clase, los juguetes que pedías una y otra navidad, los partidos a vida o muerte del recreo... Y las estampitas. Maravillosos cromos que venían en sobres de seis u ocho, y que daban vida a unos vacíos álbumes, conviertiéndolos en ese momento en crónicas de incalculable valor emocional (económico no, porque a la mínima que tengas corazón es imposible deshacerse de ellos). Y teníamos tanto para coleccionar: de bola de dragón, Oliver y Benji, la liga de fútbol, las tortugas ninja, los dinosaurios...
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"Halbzeit" by Daniel Stark (CC BY) |
personajes, sino únicamente por recordar el placer que se sentía al abrirlo, rasgando el papel, deseoso de descubrir que cromos se esconderían en su interior. Aunque, como siempre pasa con la nostalgia, soy consciente de que tendemos a magnificarlo todo. Añoras esa sensación de expectación, pero ya no te acuerdas de la habitual decepción que venía después. Y es que encontrar por enésima vez el mismo cromo que ya tenías diez veces repetido era el pan de cada día. De ahí que completar un álbum fuese una tarea titánica, que requería tiempo y paciencia. Se podría decir que los cromos nos enseñaban el valor de la constancia y del trabajo. Al menos es una manera amable de mirarlo. Mejor eso que pensar que estábamos obsesionados y empezabamos a cultivar un claro síndrome de coleccionista compulsivo, ¿no?
Hoy os traigo un relato con el que vuelvo a esa feliz infancia (que no lo fue tanto, pero, ya sabéis, la distancia endulza), en esa época en la que las estampitas podían ser el centro de nuestra existencia y obtenerlas era tan grande como encontrar el arca perdida o conseguir el tesoro de Willy el tuerto. Espero que lo disfrutéis y os haga sonreír, que, después de un par de relatos oscuros, era hora de pasar a algo más alegre.
P.D.: Me disculpo por publicar cada vez menos. La realidad es que ahora, con tanto cambio, no tengo ganas de escribir nada y tiro de escritos antiguos. Os doy las gracias y os pido un poco de margen. Dicen que la inspiración siempre vuelve, y aquí estoy esperándola, con la red preparada para que no se me vuelva a escapar.
(Ya me diréis si queréis que el próximo sea humor absurdo o drama social. Os lo dejo a vuestra elección)
Philippe Marcel
Cada vez que abro la cartera y me
encuentro este trozo de papel, escondido entre billetes arrugados y facturas,
una parte de mi mente se olvida de anclar los pies y se evade traviesa años
atrás. Durante un instante hasta casi me parece oír los gritos de la pandilla
celebrando el último gol del recreo. Mi amigo Dani habría sido la estrella del
partido, pero, como siempre hacía, me habría dejado el último tanto en bandeja,
para que yo también tuviera mi momento de gloria.
Y, aunque el papel ahora está descolorido
y medio destrozado, aún me recuerda al objeto majestuoso que fue, brillante y
reluciente como una joya de piratas.
Por eso, de vez en cuando, en el
momento en que nadie me mira, saco el cromo y, durante un instante, revivo las
apasionantes conversaciones con mi colega.
— Dani, en una pelea entre el presidente y el director del cole, ¿quién dices que ganaría?
— Eso depende, si es a ver quién es más feo o quién más calvo. Y a los dos les ganarías tú.
Y entonces, guardo el cromo y me digo que mañana sin falta lo llamo.
Por aquel entonces tenerlo significaba
ser el rey del patio. Los compañeros te respetarían, las niñas suspirarían por
tus huesos y los profesores no volverían a mandarte deberes. Al menos así
soñábamos que sería, porque lo cierto era que nadie sabía que podía suceder
cuando tuviésemos tal tesoro en nuestras manos, ya que no había niño que lo
hubiese visto jamás.
La leyenda había comenzado a principios
del curso. Francis, el niño más odioso y repelente de clase, siempre vestido
con ropa de marca y engominado con lo que debía ser pegamento industrial, había
sido el primero en traer el deslumbrante álbum de cromos. Aquello era todo un
acontecimiento, y es que la liga de fútbol no era lo mismo si no tenías aquel
libreto a rebosar de estampitas para utilizarlo a modo de guía cuando veías los
partidos. Por eso, aunque le teníamos bastante tirria al chaval, estábamos
dispuestos a fingir cierta camaradería con él, no fuera a ser que nos
quedásemos sin comprobar el maravilloso cuaderno.
— ¡Le da mil patadas al del año pasado! — suspiraba Arturo al ver pasar las páginas.
— ¡Joder, tíos, que tiene hasta para poner los suplentes! — exclamaba Rafa al borde del éxtasis.
En unos minutos ya formábamos un corrillo considerable, golpeándonos las cabezas en el intento de conseguir la mejor vista posible. De vez en cuando, algún profesor se acercaba tímidamente donde estábamos, posiblemente pensando que estaríamos preparando una trastada de órdago o martirizando a otro compañero. Ilusos, no eran conscientes de que ese día no teníamos tiempo para niñerías.
— ¡Le da mil patadas al del año pasado! — suspiraba Arturo al ver pasar las páginas.
— ¡Joder, tíos, que tiene hasta para poner los suplentes! — exclamaba Rafa al borde del éxtasis.
En unos minutos ya formábamos un corrillo considerable, golpeándonos las cabezas en el intento de conseguir la mejor vista posible. De vez en cuando, algún profesor se acercaba tímidamente donde estábamos, posiblemente pensando que estaríamos preparando una trastada de órdago o martirizando a otro compañero. Ilusos, no eran conscientes de que ese día no teníamos tiempo para niñerías.
Yo contemplaba ensimismado el verdor de
las hojas del álbum, que casi parecían láminas de césped extraídas de un campo
de primera división. Todavía no tenía ningún cromo pegado, pero con sólo leer
los nombres ya podías imaginarte lo increíble que quedaría. No podía esperar a
cobrar la paga de la semana e ir corriendo al quiosco. Observé a mi colega
Dani, el cual mostraba una enorme sonrisa dejando a la vista su escalofriante
dentadura mellada, recuerdo del partido de la semana anterior. Y es que mi
amigo Dani era un guerrero sin parangón. Ser su escudero siempre fue mi mayor
orgullo.
Terminado un primer vistazo a los
equipos impresos, tocaba analizar lo más importante. Los fichajes. Si algo
provocaba que cada año nos lanzáramos como hienas a comprar estampitas eran los
fichajes. Jugadores de países lejanos, con nombres estrambóticos y cualidades
por encima de lo imaginable. Que posteriormente triunfaran o no en su equipo
era secundario. En nuestra mente eran capaces de hacer las virguerías más
alucinantes y marcar goles hasta con la nariz. Por eso, cuando llegamos a la
página de fichajes, ya había compañeros que parecía que iban a echar espuma por
la boca.
— Favinho... ese es buenísimo, lo ha fichado el Madrid por cuatro duros. Una ganga. — comentaba Arturo haciéndose el interesante.
— Bah, no tienes ni idea, ese es un ‘matao’, — respondía Francis despectivamente — el bueno es este de aquí, un polaco que es un ‘caza goles’.
— Caza... lo que vas a cazar es una buena hostia que se te va a ir toda la gomina, listo —le espetaba Arturo con la mano en alto.
En esas estábamos, debatiendo si seguir viendo los nuevos jugadores o darle su merecido capón a Francis, cuando Dani pegó un brinco y de un felino movimiento le quitó el álbum al chico.
— ¡Ey tíos, mirad! ¿Quién es este tío?
Intrigados, nos acercamos a donde apuntaba el dedo de mi colega. Dentro del rectángulo aparecía un nombre. Un nombre que no habíamos visto jamás: “Philippe Marcel. Jugador del Málaga C.F.”
— Favinho... ese es buenísimo, lo ha fichado el Madrid por cuatro duros. Una ganga. — comentaba Arturo haciéndose el interesante.
— Bah, no tienes ni idea, ese es un ‘matao’, — respondía Francis despectivamente — el bueno es este de aquí, un polaco que es un ‘caza goles’.
— Caza... lo que vas a cazar es una buena hostia que se te va a ir toda la gomina, listo —le espetaba Arturo con la mano en alto.
En esas estábamos, debatiendo si seguir viendo los nuevos jugadores o darle su merecido capón a Francis, cuando Dani pegó un brinco y de un felino movimiento le quitó el álbum al chico.
— ¡Ey tíos, mirad! ¿Quién es este tío?
Intrigados, nos acercamos a donde apuntaba el dedo de mi colega. Dentro del rectángulo aparecía un nombre. Un nombre que no habíamos visto jamás: “Philippe Marcel. Jugador del Málaga C.F.”
De repente todos empezaron a murmurar.
¿Un tipo del que nadie sabía nada y encima que fichaba por el equipo de nuestra
ciudad? Raro se quedaba corto. Si hubiese sido de otro club sería entendible,
pero del nuestro imposible. Nos tirábamos las tardes escuchando el transistor
de la radio Local por lo que conocíamos las nuevas incorporaciones desde
incluso antes de que se firmaran. Y de este tipo no habíamos oído ni rumores.
Mientras Francis volvía a lloriquear rogando que le devolviesen lo que era suyo, el resto ya empezábamos a teorizar sobre el origen del que pudiera ser el jugador estrella que llevara a la gloria a nuestro conjunto. Lo dicho, lo de imaginar era nuestro fuerte.
Mientras Francis volvía a lloriquear rogando que le devolviesen lo que era suyo, el resto ya empezábamos a teorizar sobre el origen del que pudiera ser el jugador estrella que llevara a la gloria a nuestro conjunto. Lo dicho, lo de imaginar era nuestro fuerte.
Los días pasaron y Marcel se convirtió
en el tema dominante a cualquier hora. En historia nos preguntábamos si un
antepasado suyo habría inventado el fútbol y en biología no nos poníamos de
acuerdo si el crack sería homocigótico o heterocigótico. Por supuesto, cada gol
que marcábamos en el recreo iba dedicado a Marcel.
El problema era que el cromo correspondiente no le salía a nadie. Toda la clase comprando sobres de estampitas y ninguno había tenido suerte. De hecho, por medio del intercambio, pronto fuimos varios con el álbum completo a excepción del jugador del Málaga.
El problema era que el cromo correspondiente no le salía a nadie. Toda la clase comprando sobres de estampitas y ninguno había tenido suerte. De hecho, por medio del intercambio, pronto fuimos varios con el álbum completo a excepción del jugador del Málaga.
Pero, ¿quién demonios sería Philippe
Marcel? ¿Era realmente un fichaje de última hora, una promesa del equipo
juvenil, o simplemente un error del álbum? Martín Garrido, el experto en todo
tipo de estadística balompédica (e incapaz de hacer una multiplicación a
derechas) no consiguió encontrar dato alguno de tal misterioso personaje, y al
preguntar a nuestros padres lo único que obteníamos eran muecas de extrañeza e
incluso alguna reprimenda por insultarles en francés.
Todo el mundo tenía un primo que había
visto el cromo o había escuchado un rumor sobre alguien que lo había tenido
pero lo había vendido por varios millones. A pesar de que no teníamos ni idea
de cómo era (si era zurdo o diestro, alto o bajo, buenísimo o peor que un
caballo cojo), pronto decidimos que había que establecer un valor para el
cromo. Así, Philippe Marcel pasó a valer al cambio mil estampitas de otros
jugadores, más el añadido de tener que atreverse a plantarle un beso en los
morros a Eva Maqueda, la más guapa de clase, con afición desmesurada por clavar
las uñas en el rostro de cualquiera que se le acercase.
Finalmente, el curso llegó a su
conclusión y, no hubo noticia alguna de Philippe Marcel. Como era de esperar no
jugó ningún partido con el equipo, ni tan siquiera con el filial. Por tanto,
los chicos y yo llegamos a la conclusión de que Marcel no existía y que la
empresa de cromos nos había tenido un año engañados comprando sobres a mansalva
para nada. La teoría de que era todo una conspiración de nuestros padres para
que no nos dejáramos la paga en chucherías fue la que tuvo más aceptación.
Pero, en ese preciso momento, a mi
Marcel me importaba bien poco. Una semana antes, Dani me había contado, entre
lágrimas, que sus padres dejaban la ciudad y tenía que cambiarse de colegio.
Nunca antes lo había visto llorar. Para mí siempre había sido el fiero guerrero
sin miedo a nada ni nadie. Por eso, como fiel escudero, ahora me tocaba a mí
hacerle ver que nada iba a cambiar y que los colegas del equipo de recreo lo
eran para siempre.
Durante los últimos días, Dani no me
vería triste ni un momento, aunque tuviese que aguantarme la angustia hasta el
final. Hasta el último partido que jugáramos.
En el autobús de vuelta a casa, tras
haberme despedido de mi amigo, quien sabía por cuanto tiempo, ya no pude
contenerme más y me deshice en ríos salados en los asiento la parte trasera,
donde nadie podía verme.
Pero justo cuando más triste estaba, algo mágico ocurrió. Al vaciar la maleta de los libros en busca de un pañuelo, un pequeño trozo de papel planeó, cual avión, hasta caer en el suelo del vehículo. Cuando lo recogí no podía dar crédito a lo que veían mis ojos humedecidos. Ante mí, un tipo mulato, de pelo a lo afro y ojos saltones, daba un suave toque a un balón. Bajo él se podía leer claramente “Philippe Marcel. Jugador del Málaga C.F.”.
Al instante sentí el corazón dar un vuelco, como si me hubiese topado de frente con un monstruo. Quise gritar, no sabía si de emoción o incredulidad. La tristeza se esfumó como una nube sorprendida por el verano. El tesoro existía. Y era mío, del capitán pirata con más suerte de los siete mares. Allí postrado, el esquivo y posiblemente despedido jugador del Málaga, me pareció lo más alucinante que había visto nunca. De seguro, si le hubiesen dado una oportunidad, habría llegado a ser el nuevo Maradona.
Pero justo cuando más triste estaba, algo mágico ocurrió. Al vaciar la maleta de los libros en busca de un pañuelo, un pequeño trozo de papel planeó, cual avión, hasta caer en el suelo del vehículo. Cuando lo recogí no podía dar crédito a lo que veían mis ojos humedecidos. Ante mí, un tipo mulato, de pelo a lo afro y ojos saltones, daba un suave toque a un balón. Bajo él se podía leer claramente “Philippe Marcel. Jugador del Málaga C.F.”.
Al instante sentí el corazón dar un vuelco, como si me hubiese topado de frente con un monstruo. Quise gritar, no sabía si de emoción o incredulidad. La tristeza se esfumó como una nube sorprendida por el verano. El tesoro existía. Y era mío, del capitán pirata con más suerte de los siete mares. Allí postrado, el esquivo y posiblemente despedido jugador del Málaga, me pareció lo más alucinante que había visto nunca. De seguro, si le hubiesen dado una oportunidad, habría llegado a ser el nuevo Maradona.
Y ya, desde el primer momento, lo supe.
Probablemente le habría costado la colección de cromos de varios años, o tener
que dar diez besos a diez Evas Maquedas diferentes, pero mi amigo, por una
última vez, me había regalado el gol en bandeja. Me había dado el tesoro más
grande que un niño podía tener. Me había regalado a Philippe Marcel.
— Dani, en una pelea entre el presidente y el director del cole, ¿quién dices que ganaría?
— Eso depende, si es a ver quién es más feo o quién más calvo. Y a los dos les ganarías tú.
Y entonces, guardo el cromo y me digo que mañana sin falta lo llamo.
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"Plantilla Barcelona 93-94" by Borja Fernández (CC BY-SA) |
Ya la introducción me ha removido, yo nací en los ochenta y sobreviví haciendo lo grulla de karate kid " como dice la canción". Apasionado por los álbumes de cromos de mis series favoritas de dibujos animados, recuerdos de infancia, que como bien dices son oferta y demanda, un negocio redondo actual que se alimenta de nuestro anhelo. Jamás me ha gustado el fútbol, de hecho no he visto un partido entero en mi vida, lo he intentado, pero nada. Aún así, eso no importa. El relato es soberbio, una narración perfecta, cautivadora y apasionante. Marca Gallardo.
ResponderEliminarAbrazo, compañero.
Ale,es una historia preciosa,y redonda como el balón¡
ResponderEliminarGenial relato. Si que es verdad que la época de los cromos es mágica, sean de fútbol o de los dibujos de moda. Ahora mis hijas tienen cromos de sus dibujos favoritos. Me ha encantado, lleno de nostalgia. Un abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias a los tres por los comentarios y por ser fieles lectores.
ResponderEliminarUn relato excelente, con la extensión justa. Sonreí durante varias partes, bueno, en realidad, mis labios no dejaron de curvarse en ningún momento. Cada escena, cada momento de la historia, está repleto de sentimiento, frescura y bañado en nostalgia. El tono utilizado es perfecto para incrementar esta sensación. Y luego ese final, ese final que emociona incluso al ser más duro e insensible. A quien no se le haya encogido el corazón con esa parte en la que el nostálgico narrador nos revela que el cromo más deseado se lo había conseguido su mejor amigo, es que no tiene corazón. Momentos maravillosos de obsesiones y pasiones dela infancia, de mejores amigos que se alejan, plasmados con una maravillosa prosa que nos hace rememorar a todos aquellos instantes no tan diferentes de los narrados.
ResponderEliminarUn abrazo, Alejandro.
Gracias Ricardo. Me dejas sin palabras. No deja de sorprenderme tu inmensa generosidad (varios de los visitantes de este blog, lo son gracias a haberme introducido tú al mundo de google+) y el tiempo que dedicas a leer los relatos.
EliminarUn abrazo colega.