
He aquí los sueños de un loco: dos adolescentes sordomudos caminando por la bahía con una tabla de surf. Él sueña con coger las olas como cualquier otro chico, aunque el día de la competición ni siquiera pueda oír cuando le llaman. Los que si oyen y gritan son una panda de mafiosos que, ataviados con estrambóticas camisas hawaianas, juegan como los niños que fueron, antes de que se vieran abocados a la rutina sangrienta de cada día. Cada vez que disparan su arma, una mancha roja inunda el lienzo, mientras que el pintor trata de dar belleza con su pincel a tal crueldad carmesí. Cada vez que observa su obra terminada siente una profunda tristeza. Le gustaría poder volar de su silla de ruedas e introducirse en uno de sus cuadros. Quizá así podría volver a ser niño y salir a buscar a su madre. Y tal vez, sólo tal vez, podría llevarse a un payaso consigo, uno que sepa cómo jugar…
Mientras el sueño se desvanece, un tranquilizador piano le inspira el toque que le faltaba: Ya está preparado para inventar su próxima película.
Este sueño bien podía ser un collage de un pintor enajenado, o hasta un estado REM de un cineasta con el ‘culo inquieto’. Pero en realidad se trata de una serie de estampas de diferentes películas, llevadas a puerto por el talento de dos de los más grandes del cine japonés de los últimos veinticinco años.