![]() |
"Childhood memory" by Stewart Black (CC BY-SA) |
Y, aunque creo que aún necesito un tiempo para retomar la normalidad en este campo, estos días me he puesto a repasar textos antiguos que, por una cosa u otra, no salieron a la luz. A lo mejor no tengo ahora la seguridad para emprender nuevos caminos, pero al menos puedo ir corrigiendo algunos relatos que estaban algo cojos.
El que os traigo hoy llevaba un par de años en el cajón y, aunque es algo oscuro para lo que suelo plasmar, decidí darle una puesta a punto y ponerlo por aquí.
Y poco más. Que espero que lo disfrutéis y de nuevo disculpas por estar desaparecido (también para leer vuestros blogs). Espero que este sea un punto de partida para empezar de nuevo.
Y a los que habéis vuelto a esta mi morada, gracias por la paciencia.
De indios y vaqueros
Muchas tardes de verano,
cuando el sol empezaba a esconderse, los niños bajaban a toda prisa por la
colina hasta el pueblo, en su particular persecución entre indios y vaqueros.
Mientras llegaba la hora, sentados en el bar de la plaza entre charlas y
cervezas, los padres aguardábamos su regreso, discutiendo cuál de los chicos
habría hecho la mayor trastada esa semana y cuál volvería en peor estado al
final de la velada. Y es que ya nos habíamos acostumbrado a recibirlos embarrados
hasta las cejas, más de uno con un agujero nuevo en el pantalón. Pero no se
podía esperar nada distinto de unos críos que apenas habían soplado diez velas.
Recipientes de energía infinita, sus alegres chillidos solían escucharse por
todo el bulevar mucho antes de que alcanzáramos a divisarlos. Unos instantes
después llegarían en tropel, siempre con la lengua fuera y una enorme sonrisa,
más amplia si eran del bando que había ganado la contienda.
Pero, aquella última tarde de julio, no bajaron. Y nuestra vida cambió de golpe.
Pero, aquella última tarde de julio, no bajaron. Y nuestra vida cambió de golpe.