La verdad es que me cuesta escribir cosas tan personales, pero creo que ella se merecía que le contase esta historia. No sabía ni siquiera como catalogarlo, porque no es estrictamente un relato, si no más bien un recuerdo.
Sin extenderme más, aquí dejo mi pequeño homenaje a la gran mujer que fue Alicia Ramos.
Abuela, te echaremos de menos.
Fulgor
Cuando me hablabas de tu
padre, un brillo casi imperceptible se asomaba a tus ojos. Los mismos que
normalmente vestían color madera, serenos y pacientes, tornaban en mirada de
chiquilla inquieta, como si la primavera hubiese llegado de repente a sus
pupilas. Aún hoy, ni siquiera sabría decirte si era algo real o producto de mi
imaginación. Pero permíteme confesarte que esa pequeña chispa siempre me
fascinaba sobremanera. Inmediatamente y de manera inevitable me veía contagiado
de la euforia que emanaba de tus palabras, ansioso por escuchar tu relato y, en
secreto, deseando que imaginaras un final diferente a la triste historia.
Abuela y nieto, en un viejo sofá azul, dejando pasar las horas mientras la
brisa marina entraba por la ventana. Tú, normalmente sosegada y recelosa de
perder las formas, olvidándote de todo y dejándote arrastrar por la feliz
ensoñación que te otorgaba el recordarle. Yo, quien siempre tuvo la
impertinencia del que no sabe escuchar, aprendiendo la virtud del silencio, la
tranquilidad de saber que nada de lo que yo pudiera decir en ese momento tenía
la más mínima importancia. Así fueron muchas de nuestras últimas tardes.
Sólo con evocar aquellos
momentos, me asaltan una batería de sonidos y olores que me hacen viajar a ese
espacio que nos reservé en mi frágil memoria. Esos pequeños instantes que ya
son parte de la historia que compartimos; tu primer ofrecimiento de una taza de
café para paliar mi evidente rostro cansado, el calor de los pies bajo la mesa
camilla, tus “estás más gordo” y, sobre todo, la media sonrisa que te brotaba
cada vez que abrías la puerta. Tantos recuerdos que se irán desvaneciendo en el
inclemente tiempo.
Nos sentábamos siempre
en el mismo lugar, casi como un ritual. Uno enfrente del otro, como sabiendo
que nos esperaba una sobremesa de larga conversación. Ninguno éramos de grandes
muestras de cariño. Donde otros tenían abrazos, nosotros nos prestábamos los
oídos. Y de fondo, en un suave hilo musical, el suave arrastre de las eses que
entonaba la actriz de la telenovela que ponían cada tarde en televisión. Esa
que no te gustaba y siempre estaba puesta.
Durante largo rato
hablábamos de tus cosas y mis cosas. Me contabas lo poco que te gustaban los
políticos de ahora y yo trataba de convencerte de que nunca habían sido lo
honrados que creías. Me gustaba chincharte y hacer que me contaras los
cotilleos de la familia. Tú disfrutabas quejándote de éste o aquel, pero
siempre con el cariño de leona por sus crías, que para eso eras mujer felina.
Más de una vez ni siquiera había palabras y tan sólo disfrutaba
descubriendo los detalles de tu rostro. Lo recuerdo capaz de ser severo y
tierno al mismo tiempo, las sienes rodeadas de pequeñas arrugas, como pequeños
afluentes serpenteantes, y ese gesto con los hombros, casi inapreciable,
deliciosamente infantil, con el que rompías cualquier barrera que pudiese
existir en aquel salón. Siempre creí que era tu manera de decir “somos
nosotros, hay confianza”.
Y dando patadas al
reloj, nos comíamos las horas hablando de casi las mismas cosas. Y, aún así,
era frecuente ver que te sorprendías al descubrir que yo ya no vivía en nuestra
querida Málaga. A veces te agobiabas por no recordarlo. Entonces apretabas con
fuerza las manos, como queriendo refugiarte en el pequeño hueco que quedaba
entre ellas. Las mismas manos que pocos años antes aparentaban danzar con las
agujas de coser, casi como si fuese una tocata, cruzando con maestría aquella
especie de espadas, quién sabe si rememorando los días en que esos mismos dedos
habían seguido las notas de Chopin. Y que ahora no podían ya tocar con la
energía de antaño, simplemente se juntaban en aquel signo de incertidumbre.
Eran esos momentos
cuando sabía lo que necesitabas. No importaba de qué manera saliera el tema,
sólo con nombrarle tu rostro cambiaba por completo. Te acomodabas en el
asiento, y tratabas de esconder la sonrisa que quería escaparse (y que siempre
se fugaba). Me hablabas con dolor de la tragedia, pero qué duda cabe, más
fuerte era la alegría que te daba contarlo. Y al empezar, siempre por el
principio, volvía a hacer acto de presencia aquel destello. Euforia o tristeza,
cariño o añoranza, o posiblemente todo junto, pero aquel brillo tan pequeño te
inundaba de una vitalidad que segundos antes hubiese jurado que estaba perdida.
Y así conocí, una y mil
veces, la vida de tu padre. En una historia en la que se alzaba como caballero
andante, en la ayuda del necesitado y regalando el cariño que yo sé que tras su
muerte te faltó.
Al acabar, repetías la
historia desde el comienzo. Misma ilusión, y otra vez, de nuevo, esa pequeña
chispa que se colaba en tu mirada, y contagiaba a tus finos labios, los cuales,
agradecidos, se arqueaban en una jovial sonrisa. Decían que tu cabeza ya no
funcionaba como antes. Quién sabe, quizá tu mente iba demasiado rápido, o
demasiado libre, para que pudiésemos entenderla. Demencia lo llamaban. Tú en
cambio lo denominabas barra de la ducha. La misma que te golpeó traicionera y
la culpable última de tus pérdidas de memoria.
Me hubiera gustado
cogerte las manos para que dejaran de temblar y haberte dicho que no te
angustiaras por esos recuerdos que no podías atrapar. Que a quién le importan
un puñado de rutinas, que aún tenías mucho a lo que aferrarte. Y entonces tú habrías
sonreído y me habrías vuelto a contar sobre tu padre. De cómo siempre te
consideró su predilecta, de cómo no negó a nadie el auxilio, y de cómo lo
mataron por ello. Y cómo se convirtió en un héroe en tu recuerdo.
Hoy te has ido. Con la
tranquilidad que acostumbrabas, quizá con la media sonrisa que te salía con
facilidad. Pero te has ido al fin de al cabo. Y no quiero disfrazarlo de
belleza o de razón. Porque hay tantas cosas que ya empiezo a olvidar (frágil de
memoria, en eso también nos parecíamos), que me inunda el miedo. Tanto que
conservar y esa maldita niebla del olvido que temo que todo arrase. Que quieres
que te diga, pasan los años pero me sigo sintiendo tan inseguro como el niño
que llevabas de la mano. Y a pesar de ello, me coroné rey de las apariencias, y
callé siempre demasiadas cosas que ya no te puedo decir. Ni siquiera me has
dado tiempo a pedirte disculpas por haber suspirado en varias ocasiones cuando
repetías la misma historia. ¡Lo que daría ahora por escucharla al menos otra
vez más!
Pero tu tiempo llegó y
borró el futuro. Por eso hoy me despido de la única manera que sé, agarrando
con fuerza un momento de los cientos que pasamos juntos. Escondiendo ese
instante de la parca del olvido y guardándolo por siempre, como tú hiciste con
la imagen de tu padre. Aunque no creo en tu dios, ni puedo imaginar otra
existencia, quiero pensar que, de alguna extraña manera, podrás volver a verlo
una vez más y decirle cuánto le has echado de menos.
Yo, mientras, me quedaré
aquí otro ratito, vislumbrando ese fulgor que asomaba cuando me hablabas de tu
padre.
Ese es el recuerdo que
he elegido quedarme.
No me extraña, es un recuerdo precioso...
ResponderEliminar¡Que bien cuentas!
Gracias Eugenia. No lo considero un relato, sino un recordatorio personal. Pero si ha logrado transmitirte sin tu conocerla, me alegro mucho. Ya hay ganas del próximo proyecto en común.
ResponderEliminarGracias Ale
ResponderEliminarMe has arrancado una gran sonrisa y unas cuantas lágrimillas, y me has traído de vuelta algunos recuerdos que ya tenía olvidados. Gracias por el relato Ale, seguro que le hubieras sacado los colores de orgullo a la abuela si hubiera podido leer esto. Blanca.
ResponderEliminarMuchas gracias Ale, me ha gustado mucho!!!!
ResponderEliminarGracias por los comentarios. Los méritos son todos de la abuela Alicia que nos dio tan buenos momentos que recordar.
ResponderEliminarAle, ya te lo he comentado aparte, pero te lo repito, me ha emocionado y me ha hecho recuperar recuerdos de otra abuela, la mía. Gracias por traérmela después de tanto tiempo. AZ
ResponderEliminarGracias a tí, Ángel, por completarlo con la versión que me pasaste. Me alegra haberte echo recordar a tu abuela. Mientras sean buenos recuerdos es bueno dejarlos entrar por las ventanas de la memoria.
ResponderEliminarMe has hecho recordar a mi abuela. Qué importantes son esos lazos que nos unen a nuestros mayores. Son nuestras raíces y somos nosotros mismos, que vivimos a partir y por ellos. Mientras sigas recordando a tu abuela, nunca se apagará ese fulgor. Yo creo que la verdadera muerte es el olvido.
ResponderEliminarTe sigo en adelante.
Un saludo.
Gracias Gerardo. Estoy de acuerdo contigo en que los recuerdos se quedan dentro de uno cuando la persona se ha ido.
EliminarUn placer tenerte por aquí.
Un saludo.
Precioso testimonio, Alejandro. Se nota que has puesto mucho cariño al escribirlo. Es sensible y lleno de ternura, pero sin caer en la sensiblería. Te felicito y te mando un beso.
ResponderEliminarMuchas gracias Ana. Simplemente quería plasmar la adoración que mi abuela sentía por su padre. El mértio es todo de ella.
EliminarVoy leyendo tus cosas poco a poco. Y siempre me gusta lo que leo. Tus recuerdos me han hecho añorar a mis abuelos que se fueron tan pronto que no me contaron ninguna historia. Mi abuela se fue más tarde, pero nunca me habló de su padre...
ResponderEliminarUn besito, Alejandro.
Gracias Sue. Me hace mucha ilusión que vayas leyendo algo más que los relatos cortos y que además te vaya gustando.
EliminarUn besito a ti también. Gracias por la visita.