Erik Törner (CC BY-NC-SA) |
Con los años vas creciendo y parece que la vida te va poniendo trabas para mantener antiguos lazos. Aún así, siempre encontramos un momento para volver a encontrarnos y recordar viejas travesuras.
Sólo hacen falta unos cuantos amigos y un par de cervezas. Y a seguir tejiendo nuevas historias.
Ésta creo que os va a divertir. Preparaos para conocer al más mortífero de los comandos de pirotecnia. Preparaos para el 'Comando Willy'
‘COMANDO WILLY’ Escrito en diciembre de 2012 escuchando "Cantina band" de John Williams
Guille abrió lentamente la arrugada bolsa de plástico para que me asomase y viera el tesoro. Ante mis ojos se encontraban al menos una docena de petardos con la amenazante forma de granada de mano. Se me pasó por la cabeza que sólo nos faltaban las capuchas para que más de una abuelita del barrio nos tomara por terroristas. Aunque la verdad es que yo, flacucho como un caniche, con mi boca grande y mis eternas ojeras, no me veía capaz de asustar ni a una mosca.
— ¿No va a ser mucho? —pregunté inquieto
— ¿Quieres hacerlo o no? Mira que si no llamo al
Dani.
Guille me lanzó una mirada inquisidora que
parecía iba a atravesarme, por lo que me limité a asentir. Mientras, notaba que
la boca se me iba secando y una bola de saliva con sabor agrío se me formaba en
la garganta, recordándome que no había sido el mejor día para comer lentejas.
Y es que, cuando se ponía serio, no me sentía
con fuerzas de replicarle. A su lado, mis brazos no eran más que finos alambres
y su espalda abarcaba casi dos de las mías. Sólo tenía 13 años, uno más que yo,
pero la diferencia entre nosotros era lo suficiente para evitar cualquier
enfrentamiento. Aunque, para ser justos, no tenía razones para estar asustado
de mi amigo, al menos en esa época. Porque, si bien nos conocíamos desde críos,
no fue hasta el momento en que él decidió que le gustaba más que fuésemos
amigos en vez de zurrarme, que habíamos empezado a llevarnos bien. A esas
alturas, incluso podía apostar a que cada uno nos considerábamos el mejor amigo
del otro. Y eso a pesar de que era bastante evidente que sus colegas no me tenían
en demasiada estima. Pero aquello nunca pareció importarle.
De hecho, muchas noches de verano, cuando todos
los demás se habían ido ya, nos las pasábamos en el porche de mi casa, hablando
de fútbol y de niñas, discutiendo quien era el mejor jugador del mundo y a cual
de las chicas de la urbanización le habían crecido más las tetas.
Guille se guardó la bolsa y comprobó que el
mechero que llevaba en el pantalón funcionaba correctamente. La noche se nos
echaba encima y se aproximaba la hora. Esta vez era algo grande y nada podía
fallar. Habíamos repasado el plan miles de veces. Bueno en realidad habían sido
unas seis o siete, pero parecían muchas más. La idea era bien simple: él se
encargaría de toda la pirotecnia y yo solo tenía que sentarme y ver el
espectáculo. No tenía muy claro si tenía que sentirme con suerte o que Guille
no confiaba precisamente en mis habilidades. No, eso seguro que no era. Al fin
y al cabo, había accedido a hacer esto sólo conmigo, ni con Dani ‘el gordo’
(que hacía años que no estaba ni rellenito), ni con ningún otro. La idea de ser
el compinche del que, bajo mi opinión, era el mayor gamberro de la ciudad me
hizo poner una enorme sonrisa.
—Guarda la sonrisa para cuando hagamos esto.
Entonces si que vamos a flipar —apuntó mi amigo.
De golpe puse la cara más seria que pude. No era
de recibo que mi amigo creyese que no me lo tomaba en serio. Así que, como en
las películas de espías, me puse a observar los alrededores con mi visión de
halcón, que por algo había salido ileso de la revisión del oftalmólogo. Lo que
noté fue que el barrio estaba especialmente silencioso aquel día. Había hecho
un calor sofocante, por lo que pensé que toda la gente estaría metida en sus
casas, medio desmayadas en sus sofás. El leve ruido de los motores de las
maquinas de aire era lo único que rompía la tranquilidad en las calles. «Mejor,
así puede que nos dé tiempo a salir corriendo sin que nadie más nos vea».
Ningún coche pasaba por la carretera y las
viejas farolas empezaban a encenderse. Sentados junto a la cabina que estaba
fuera de la plaza, empecé a sentir como la pierna me temblaba con fuerza.
Estaba muy nervioso y cada vez me resultaba más difícil disimularlo. A mí nunca
me habían gustado las trastadas. De hecho me aterraba la idea de que nos
pillaran y nos hicieran vete tú a saber qué.
—¿Vamos ya a su casa? —me preguntó.
Creo recordar que balbuceé algo parecido a un
“vale”, y nos pusimos en marcha.
Podía haberme ido a casa, salir corriendo en la
dirección contraria y olvidarme de todo el asunto. La recompensa era enorme,
sí, pero ni siquiera podíamos saber si saldría bien. Lo que era seguro es que
luego nos caerían, por los menos, otras dos semanas sin salir, exactamente como
la última vez que la liamos.
De aquella fatídica tarde hacia ya quince días. Guille,
Dani y otros tantos de la pandilla, habían comprado los temidos ‘Willy’, unos petardos
revienta oídos con forma de terrón de azúcar, de los que se contaba que eran
capaces de hacer explotar los cristales de un coche a tres metros de distancia.
Yo no había querido salir esa noche. Intuía que si iba me harían prender alguna
de esas mortíferas armas de destrucción masiva, y aún me veía muy joven para
renunciar a un brazo, por mucho que mis compañeros del equipo de baloncesto
dijesen continuamente que no me servía de mucho.
El problema era que Guille ya conocía cada una de mis excusas (“Estoy
cansado; me duele la cabeza; no me dejan”) y sabía muy bien que hacer para
picarme, por lo que, media hora después, estábamos caminando en dirección a la
plaza , al tiempo que yo no podía dejar de lamentarme por no soportar que me
llamasen gallina y caer, por enésima vez, en las redes de mi colega."El arsenal" by Javier González (CC BY-NC-ND) |
Todo había ido bien al principio. Los ‘Willys’
eran lo más parecido a una bomba que yo conocía, pero no me habían obligado a
tirar ninguno, por lo que había podido quedarme alejado de tamañas explosiones.
Pero como si nos hubiera mirado el mismísimo rey de los tuertos, con el último
petardo llegó el desastre.
Guille había decidido tirarlo en la puerta de la casa donde vivía ‘el Chesny’, el chico retrasado del barrio. En aquella época lo más popular era meterse con el Chesny. A mi me daba bastante pena, pero no tanta como para enfrentarme a mis amigos por criticarlo. Que una cosa era ser valiente y otra bien distinta ser un suicida. Así que me limitaba a quedarme atrás mientras los otros se reían de él.
Aquella noche nadie se rió del Chesny. Justo en
el momento en que la mecha terminaba de prenderse, el chico abrió la puerta,
con la puntería de poner el pie justo encima del letal explosivo. El grito que pegamos se oyó en media
urbanización. Guille incluso llegó a placar al pobre chaval que lloraba sin
parar.
Aunque el petardo nunca llegó a explotar, la
rocambolesca historia que contamos al padre de Chesny no llegó a cuajar, y
pronto toda la urbanización había escuchado una historia de un accidente (o un
intento de asesinato, dependiendo de la versión) del pobre chaval retrasado, al
que todo el mundo adoraba y ni dios sabía por que se llamaba así.
Pero ni siquiera la mastodóntica bronca, llena
de maldiciones y “me has decepcionado”, que le habían echado sus padres, había
achantado a mi tozudo amigo, y, tras las dos semanas de castigo, volvía a estar
al pie del cañón. Según él, había
aprendido de lo del Chesny, y está vez sería diferente. Viendo el plan que
teníamos yo no podía imaginarme cómo.
Ya era noche cerrada cuando entramos en el
jardín de la villa número 34. Era una pequeña casa mata, toda blanca y con un
balcón no muy alto en la segunda planta. La casa estaba rodeada de varios
árboles de considerable tamaño y el césped fallecían algunas flores,
seguramente ahogadas de tanto calor.
Guille, raudo y veloz como un galgo, se colocó
junto a una araucaria bastante seca y sacó los petardos. Yo no podía dejar de
mirarlo con expectación. Me acerqué con cuidado hasta donde estaba y me agaché
a su lado. Estaba haciendo un lazo con las mechas de los explosivos y los
colocaba junto a la base del árbol.
—¿Y cuándo es que va a explotar? —le pregunté
ansioso.
—Espera un poco, ya casi lo tengo. Espero que no
me hayas mentido y merezca la pena.
—La pena la merece, te lo juro. ¿Estaría yo aquí
jugándome la mayor bronca de mi vida si no fuera así?
Guillé asintió convencido.
—Entonces merece mucho la pena —concluyó.
Yo ya empezaba a impacientarme. No paraba de mirar
al balcón que daba a la habitación, pensando en que, puestos a liarla parda,
quizá hubiera sido mejor entrar directamente a la casa. Las manos en los
bolsillos me temblaban de excitación.
Guille iba soltando poco a poco la cuerda sin
prestarme atención.
—¿Está ya, está ya?
Me miró con una sonrisa pícara.
—¿Estás acojonadillo?
—Que dices tío. —Me reí nervioso. —… Estoy
acojonadísimo.
No pudimos evitar soltar una carcajada. Me di
cuenta de que ya no me sentía tan tenso. La pierna no temblaba y me sorprendí
deseando que mi amigo prendiera la mecha.
—Nos va a caer la de San Quintín, —proseguí —pero
si nos la cargamos, que menos que disfrutarlo,
¿no?
—Pues entonces prepárate —sentenció.
"Buddies" by aphotoshooter (CC BY-ND) |
Pero ya no importaba. Si moríamos apaleados por
nuestros padres, tenía que merecer la pena.
Rodeados de humo y sirenas, nos sentamos
cómodamente en el jardín para ver el espectáculo.
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La Señorita Celia aún no puede evitar una
sonrisa nerviosa cuando se cruza conmigo en los pasillos del colegio. Supongo
que será recordando la cara de absoluta felicidad que teníamos justo en el
momento en que ella salía al balcón completamente desnuda pidiendo ayuda.
Genial!
ResponderEliminar¡Gracias!
ResponderEliminarMuy buen relato, es muy divertido. Todos fuimos niños, pero toditos! Me encantó :)
ResponderEliminarUna lectura tremendamente amena y divertida, y unos personajes muy bien construidos, como siempre. Un relato magnífico, Alejandro.
ResponderEliminarUn relato impregnado de la monumental sensación de sentirse vivo a través de la picardía, el gamberrismo y la hermandad de una gran amistad, la infancia en su máximo disfrute, lo que da peso a un recuerdo para hacerse eterno. Un relato extraordinario, Alejandro.
ResponderEliminar¡Abrazo, compañero!
Cómo me gustan tus relatos sobre niños.Con lo difícil que es meterse en la piel de uno de ellos, tú consigues que olvide que estoy leyendo un relato de ficción para creerme que me lo está contando el protagonista. Estoy segura que si tuviera trece años lo disfrutaría muchísimo. Felicidades, Alejandro. Un abrazo muy fuerte
ResponderEliminarAprovecho para dar las gracias que debía a Ana, Ricardo y Edgar. Perdonad, pero se me pasó contestaros en ese momento. Releer vuestras impresiones me ha causado mucha alegría.
ResponderEliminarAna, gracias de verdad por como consigues animarme con tus comentarios. Yo pienso que lo de meterse es cuestión de como sea cada uno. A ti te pasa que tienes facilidad para meterte en la piel de mujeres de personalidad fuerte, aunque con un carácter ciertamente soñador y romántico. Yo creo que es porque hay mucho de tí en esos personajes. Por eso, a mi me pasa que, detrás de la fachada seria y hasta huraña, yo me siento muy niño. Me encanta jugar, los dibujos animados y cualquier cosa que huela a aventura. Y, claro, pues me encanta recordar esos años en los que cada día podía ser extraordinario.
Un gran abrazo compañera.